En México, la ciudadanía ha perdido la confianza en el Poder Judicial porque siente que lejos de resolver, sólo complica la impartición de justicia. Y el formalismo es una de las malas prácticas que nos han llevado a esta situación. Me refiero a la mala costumbre de muchos juzgadores de preocuparse más por cuidar la ley y el proceso legal, que en proteger a las personas.
El formalismo parte de una idea equivocada, creer que la ley puede anticipar todas las situaciones posibles y que el trabajo del juez se reduce a aplicar mecánicamente una norma. Pero si hay algo en lo que estoy segura que va usted a coincidir conmigo, es en que la vida no es predecible. Lo cierto es que las personas llegan a los tribunales con historias complejas, dolorosas y urgentes. Para ellas, no basta con aplicar la ley de manera estricta e irreflexiva. Necesitan juzgadores que sepan escuchar, que entiendan el contexto en el que ocurrieron los hechos y que se atrevan a resolver con empatía y sentido común.
El problema con el formalismo no es sólo técnico, es profundamente humano. Cuando un juez antepone el procedimiento al problema, está olvidando que el derecho se creó precisamente para proteger a las personas. He visto en un sinnúmero de ocasiones como esos jueces prefieren rechazar un caso difícil por un simple tecnicisimo, como la falta de una firma o el uso de un tipo de papel incorrecto, que analizarlo y juzgarlo rápidamente para impartir justicia. “Total, cuando corrijan el detallito seguro le tocará al juez de al lado”.
Peor aún, la trampa es doble, porque primero se invita a la ciudadanía a exigir justicia para, después, responsabilizarla cuando el sistema no responde. Le dicen que fue su error, que no supieron cómo presentar la demanda, que no siguieron el formato exacto. Y el resultado ya lo conocemos, una brecha enorme de desconfianza de la ciudadanía en el Poder Judicial. Y con justa razón.
Por eso sostengo que el formalismo debe quedar atrás. Y mi propuesta no significa ignorar la ley ni actuar con arbitrariedad, sino recordar que el fin último del derecho es la justicia. Las y los jueces tenemos la obligación de aplicar la ley con inteligencia, pero también con humanismo. Se nos debe exigir pensamiento crítico, apertura y responsabilidad.
Llevo más de 15 años resolviendo asuntos legales. Siempre he creído que cuestionar nuestras propias decisiones no es un signo de debilidad, sino una muestra de compromiso con la justicia. Sólo entendiendo a fondo el impacto de nuestras sentencias es que podemos corregir el rumbo, aprender de nuestros errores y construir soluciones que sirvan de verdad.
Es desde esa mirada crítica que he tratado de ejercer mi labor jurisdiccional, viendo más allá del expediente, escuchando las historias detrás del papel y pensando cómo construir sentencias socialmente útiles. Porque el verdadero derecho no se limita a aplicar normas, se construye todos los días, caso por caso, con empatía y con firmeza.
Hoy, más que nunca, necesitamos una justicia que sirva a la gente. Una que no se esconda detrás del proceso, sino que salga al encuentro de quienes más la necesitan. Que no les dé la espalda a las víctimas, sino que las escuche, las entienda y les resuelva. Esa es la justicia que merecemos. Y es la que quiero defender desde la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Ana María Ibarra Olguín
Magistrada de Circuito; licenciada, maestra y doctora en derecho. Candidata a ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Fuente: Contralínea